Ningún cambio será posible sin una verdadera REVOLUCIÓN EDUCATIVA que signifique una revalorización de la escuela como institución y del docente como inspirador.

Hay que cambiar el adoctrinamiento por la enseñanza, la falta de clases por las escuelas abiertas todos los días, la pérdida drástica de la calidad educativa por la capacitación, la formación continua y la jerarquización de la docencia y la deserción, por el fomento y el estímulo al estudio.

Se trata entonces de recuperar el orgullo de nuestra educación pública y de revalorizar los mejores momentos de nuestra historia. Hay allí una gran enseñanza.

Del mismo modo, necesitamos pensar y actuar de cara al siglo XXI. Las sociedades con mayor bienestar e igualdad de oportunidades se distinguen por contar con sistemas educativos robustos, de excelencia, integradores y sobre todo, permeables a las transformaciones permanentes de las ciencias, de las dinámicas de acceso al conocimiento.

No es posible continuar sacrificando educativamente a varias generaciones por la pérdida de la regularidad y la calidad. Ningún interés sectorial o corporativo puede estar por encima de la educación, porque la educación, además de una fabulosa herramienta de ascenso social, debe convertirse en una usina formativa y creativa que contribuya al desarrollo y al progreso de las comunidades donde se inserta.

Fui estudiante siempre en el sistema público. Hace 26 años ejerzo la docencia universitaria. Toda mi vida trabajé y milité por una educación pública de calidad en todos los niveles y hoy, más que nunca, hay que profundizar con firmeza esa tarea.